"A propósito de un artículo que publiqué en estas páginas, “La Unión Europea genera xenofobia y racismo”,
me escribía un amigo alemán trasladándome a su vez la opinión de un
colega argentino: “El artículo me parece cuando menos parcial, viniendo
como viene de un español.
Ahora sienten el “corsé”, pero
durante mucho tiempo se beneficiaron con las enormes sumas de dinero que
recibían de la Unión Europea, con las cuales construyeron enormes
aeropuertos y autopistas innumerables… Me parece que no se puede
aprovechar un sistema para denostarlo cuando te has gastado su dinero”.
Si traigo a colación estas observaciones es porque me parecen
representativas de una opinión muy generalizada, que tanto en España
como fuera de ella pretende compensar los desaguisados y desequilibrios
que está generando la Unión Monetaria con la supuesta contrapartida de
los bienes obtenidos por los fondos de cohesión y los estructurales.
En España se maneja un auténtico mantra sobre la ingente cantidad de
recursos que se han recibido de Europa. Tal mito se mantiene gracias a
una política inteligente de la UE que ha venido obligando a publicitar
la marca “Europa” en toda obra o actividad financiada, aunque lo fuese
muy parcialmente, por dichos fondos, y a una propaganda interior
empeñada en cantar las excelencias de la Unión Europea y en proclamar lo
mucho que nos estábamos aprovechando de nuestra pertenencia a ella.
Nadie, sin embargo, se ha preocupado de explicarnos que buena parte
de esos recursos habían salido antes de España. Los fondos de la Unión
Europea no caen del cielo, sino de la contribución de todos los Estados
miembros, entre los que se encuentra España. El sistema presupuestario
de la Unión es, además, el peor de los posibles porque, amén de su
escasa cuantía, no son los ciudadanos los que en función de su capacidad
económica contribuyen y reciben las ayudas, sino los Estados,
explicitando de forma automática los países que son receptores y
contribuyentes netos.
De esta manera se da pie al victimismo -del que
tanto sabemos en España- empleado profusamente por Alemania y algún otro
país del Norte, cuyos ciudadanos se sienten paganos, cuando la
instrumentación mediante impuestos propios de la Unión tendría un efecto
redistributivo mucho mayor como resultado no de la generosidad de los
países ricos, sino de la aplicación automática de un principio admitido
de forma indiscutida, al menos en teoría, por los sistemas fiscales de
todos los países, la progresividad en los impuestos, según la cual se
grava a los ciudadanos en función de cuál sea su renta y de forma más
que proporcional.
Los recursos recibidos de Europa hay que considerarlos por tanto en
términos netos y, así tomados, los que ha recibido España no han llegado
en media anual al 1% del PIB. La creencia extendida de que nuestro país
ha sido el principal receptor es infundada, ya que en porcentaje del
PIB, que es tal como hay que contemplarlo, las cantidades recibidas por
Irlanda, Grecia y Portugal han sido muy superiores.
Por otra parte, los
recursos han podido tener un efecto secundario negativo. Se trataba de
ayudas finalistas que debían ser invertidas en determinados objetivos,
forzando a los Estados miembros a dedicar una parte de sus presupuestos a
dichas finalidades, no solo por la contribución realizada a la UE, sino
también por la parte de la inversión o actividad que debía financiar la
hacienda pública estatal. En muchas ocasiones, la elección no ha sido
la más acertada.
Eso explica, por ejemplo, el formidable desarrollo que
han experimentado las infraestructuras, algunas de ellas sin demasiada
justificación, en detrimento de los gastos de protección social. Hay que
añadir, además, que muchos de esos recursos vienen a compensar -y de
forma no demasiado apropiada- las renuncias que en materia agrícola se
han impuesto a determinadas producciones.
A pesar de la enorme propaganda y el desbordado voluntarismo con el
que el entonces presidente del Gobierno español, Felipe González, quiso
presentar los fondos de cohesión como el gran triunfo español en
Maastricht, lo cierto es que son un parche insignificante para paliar
los desequilibrios y desigualdades que la Unión Monetaria iba a crear
entre regiones y países.(...)
La parquedad de las aportaciones se evidencia cuando especulamos
acerca de en qué se habría convertido la unión alemana si se hubiese
regido por las mismas pautas que se intentan imponer para la Unión
Europea.
Supongamos que entre la Alemania del Este y la Federal se
hubiese creado un espacio de libre competencia, libre circulación de
capitales, una moneda única emitida por una institución aséptica y
neutral -dominada lógicamente por los principios del Bundesbank-, pero
sin integración en materia presupuestaria y fiscal; imaginemos que la
única canalización de recursos de la Alemania occidental a la oriental
fuese el 1% anual del PIB de esta última (equivalente a los fondos
comunitarios).
Además, y en consonancia con los sacrosantos principios
de la convergencia, se hubiese obligado a los alemanes orientales a
someterse a una dura disciplina monetaria y a limitar su déficit y su
capacidad de endeudamiento. ¿Podemos siquiera sospechar cuál hubiera
sido el nivel de desempleo alcanzado por la Alemania del Este?, ¿qué
grado de miseria y pobreza se habría generado?, ¿hasta qué límite habría
llegado el desmantelamiento de su tejido productivo?
La única solución factible para la Unión Monetaria pasa por
constituir una verdadera unión económica en todos sus aspectos. Se
precisa una hacienda pública común capaz de asumir una adecuada función
redistributiva entre las regiones, una autentica unión fiscal. Ahora
bien, Alemania nunca aceptará una transferencia de recursos tan
cuantiosa entre países ricos y pobres como la que se seguiría de tal
integración.
Quizá sea lógico, pero en tal caso Alemania no debería
haber planteado nunca una unión a la que no está dispuesta y, sobre
todo, los gobiernos de los demás países no deberían haber aceptado jamás
un modelo que conduce a las economías de sus respectivos Estados al
abismo, ni deberían continuar mareando la perdiz con medidas que, lejos
de solucionar la situación, la empeoran de cara al futuro.
Sin esa unión
fiscal, la Unión Monetaria deviene imposible porque lo que ahora se
está produciendo es una transferencia de fondos -quizá de cuantía
similar- en sentido inverso, transferencia a través del mercado, opaca y
encubierta, pero no por eso menos real.
El mantenimiento del mismo tipo
de cambio entre Alemania y el resto de los países empobrece a estos y
enriquece a aquella; genera un enorme superávit en la balanza de pagos
del país germánico mientras que en las de las otras naciones se provoca
un déficit insostenible; se crea empleo en Alemania y se destruye en los
demás países miembros." (El mito de los fondos europeos, de Juan Francisco Martín Seco en República de las ideas, en Caffe Reggio, 19/07/2014)
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