"Mi liberada: Es indiscutible, no he vivido una guerra. Tú y yo
pertenecemos a una de esas generaciones de fortuna. Mis padres la
vivieron, mis abuelos la vivieron y han pasado ya cincuenta años y aún
no se ha declarado la guerra en mi vida. Es la noticia sensacional de mi
generación, de unas consecuencias muy profundas, que pasa inadvertida
como sucede a menudo con lo que no pasa. Pero tampoco he vivido en paz.
La muerte violenta, por causas políticas, ha sido una constante en mi
edad. No soy finlandés ni portugués ni austriaco, que no han tenido
mayor relación con ella. Pero tampoco francés, alemán u holandés, que la
han sufrido esporádicamente.
Los sobresaltos empezaron pronto, con 15 años, la mañana que mataron a
Carrero Blanco. A la salida del instituto me esperaba mi padre. Más que
el asesinato de Carrero, el sobresalto, la vergüenza del adolescente,
fue el verle allí. «He venido a buscarte por si había follón», me dijo
cálido y temeroso, mientras pasaba por sus ojos toda la guerra civil.
Pero la ternura venció la vergüenza y caminamos amigables y juntos hasta
llegar a casa.
El crimen de la transición sucedió en Atocha. Los abogados eran
comunistas como yo y era imposible deslindar su asesinato, en aquel
Madrid, del asesinato del teniente Castillo. Sin embargo, el Partido
Comunista conocía la muerte, y no de oídas, y no hubo luego un Calvo
Sotelo, y luego. Los asesinatos de Bultó y Viola pulverizaron mi
kilómetro sentimental. Lo redujeron a centímetros. Además de suceder
cerca los terroristas forzaron el domus y dieron a sus víctimas una
cruel muerte tecnológica.
Luego se instaló en el Norte una sucesión de años infames. Cadáveres y
cadáveres y cadáveres: la víctima frecuentaba círculos ultraderechistas
de la localidad. Desaparecían en los periódicos por el sumidero de un
breve, pero yo no he hecho otra cosa en mi vida que leer periódicos y no
se me escapaba uno. A veces era mi madre la que al llegar a casa me
daba la noticia: «Han matado a otro», me decía con su furia triste. Ya
he escrito que mi vileza de entonces era preguntarle si civil o militar.
En 1987 explotó Hipercor y ya para siempre algunas de mis amistades
de la época. Cuatro años después los periódicos publicaron la última
foto verdadera, obra de Carlos Montañés.
Tan absolutamente verdadera que
parece de ficción: el guardia José Ángel Barragán lleva en sus brazos a
la niña Isabel Porras, mientras al fondo, entre el humo y los cascotes,
una pareja huye con un niño en su cochecito. ETA había lanzado un coche
lleno de bombas contra el patio de una casa cuartel. ¡Ésa y no las
impracticables fabulaciones es la auténtica conexión islamista!: los
españoles todo lo saben sobre el terrorismo.
La máxima sofisticación de los asesinos nacionalistas llegó el fin de
semana en que mataron a Miguel Ángel Blanco. Una muerte en directo,
alargada en el tiempo, son muchas muertes. Un día da para mucho. Pero
ese fue el final. Urgidos por el espectáculo, los españoles se
levantaron. ETA se había convertido en un reality show y a partir de
entonces sus días estuvieron contados: contra lo que creen los
académicos de la legua, el terrorismo prospera en la penumbra.
Al asesinar a Ernest Lluch y al municipal Gervilla el centímetro
sentimental de Bultó y Viola se redujo a milímetros. Yo había tratado a
Lluch como a ninguna otra víctima del terrorismo. Y en cuanto a Gervilla
solo iba a ayudar, en plena Diagonal, cuando los ocupantes de aquel
coche averiado le dispararon. Aquellos graves meses del comando
Barcelona fui víctima, por primera vez, de la vanidad de que podían
matarme.
El 11 de septiembre de 2001 daba vueltas, flojo, feliz y soleado,
sobre la hierba de un jardín ampurdanés, mientras no daba crédito de
hasta dónde había llegado el característico humor negro de mi amigo
Jaume Boix, que me estaba contando cómo un avión se había estrellado
contra el World Trade Center. Un avión y luego otro, y entonces me
incorporé. No es exacto decir que el terrorismo se hizo global: se
hicieron globales la zozobra, el desaliento y el duelo.
La segunda matanza de Atocha dispuso, en 2004, a mis ojos, el más
grandioso escenario de un acto terrorista. Fueron tan enormes sus
consecuencias para la moral pública de los españoles, tanta la
degradación de su política y de su periodismo que provocaron el mayor
éxito a que puede aspirar una matanza terrorista: convertir a las
víctimas en un daño colateral. Toda la putrefacción española arranca de
ahí, y aquí sigue. (...)
Me acuerdo de los ecuatorianos de la T4: fue el primer crimen de la paz.
El último otoño sucedió en París. El otoño es la gran época de las
ciudades, y es la gran época de París. Las terrazas de los cafés de la
Paix no son todavía una lenta forma de muerte por intemperie. Era
viernes, dormía el músculo. Desde los coches iban ametrallando la
felicidad y se comprende porque no habrá forma humana de que la alcancen
ni ellos ni sus hijos ni los hijos de sus hijos.
De modo que no he vivido una guerra, de acuerdo. No la he sufrido.
Y
tampoco la he luchado, lo que es más importante de lo que parece. Pero
durante 43 años el terrorismo ha colonizado implacablemente mi cabeza.
Sus cataclismos silenciosos, sus insidiosos efectos colaterales deben
anotarse. No he vivido una guerra, pero llevo el duelo de innumerables
nombres propios. Apellidos, topónimos: una bomba de neutrones que deja
el esqueleto de la vida intacto. (...)" ( Arcadi Espada, El Mundo, 17/07/16)
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