"El 22 de septiembre de 2002 una enorme marcha recorrió las calles de
Londres. Unas 400.000 personas, provenientes del campo británico y de
pequeños poblados rurales, convergieron sobre la capital para protestar
contra distintas amenazas a su “modo de vida”.
El detonador de esa
multitudinaria protesta fue una ley por la cual se prohibió la cacería
de zorros con perros. En ese deporte ancestral, jaurías de sabuesos,
seguidos por tropeles de jinetes con chaquetas rojas, saltan vallas de
piedra para perseguir —y matar— a un aterrado pero astuto zorro.
Los
bienintencionados legisladores, en Westminster, habían decidido salvar
20.000 zorros que cada año morían en las campiñas del Reino Unido. Pero
no calcularon que 400.000 habitantes de la Gran Bretaña profunda
invadirían Londres para protestar.
Uno habría esperado que en esa marcha desfilaran solo aristócratas
cazadores. Y en efecto, seguramente entre ellos había un puñado de
nobles que se levantan al alba para zorrear entre la niebla.
Otros
tantos serían gentleman farmers, criadores de perros y de caballos de esos que tapizan sus salones con chintz y sus cuerpos con tweeds
verdes. Pero ni aun si sumáramos los habitantes de todas las mansiones
como Brideshead y Downton Abbey se habrían podido reunir un décimo de
esos 400.000 manifestantes. ¿Quiénes eran los otros?
Los “otros”, la gran mayoría en esa marcha, eran simplemente
campesinos. O ni siquiera eso. Por supuesto que había pequeños granjeros
cultivadores de lúpulo y almendros en Kent, lecheros de Warwickshire y
hasta pescadores de Cornwall…
Pero junto a estos campesinos verdaderos
marchaba una multitud de ciudadanos de provincia, de pueblitos pequeños y
medianos, sin relación directa con la agricultura y mucho menos con la
cacería de zorros.
Esa multitud portaba pancartas que constituían un verdadero catálogo
de presas atrapadas en las cacerías de la globalización. Junto a los
cazadores auténticos marchaban asociaciones de obreros y mineros
tempranamente jubilados por la deslocalización de fábricas y el cierre
de minas.
A muchos de estos proletarios no les alcanza la pensión para
vivir en las ciudades cada vez más caras de Inglaterra. Así que
sobreviven relegados en pueblitos donde su resentida ociosidad llena los
pubs, o donde —los más emprendedores— se han reciclado en feriantes o taxistas sin mucho éxito.
Asimismo, habían marchado hasta el centro de Londres grupos de viejos
inmigrantes paquistaníes, indios o de las Antillas británicas.
Almaceneros, peluqueros, quiosqueros. Minúsculos comerciantes afectados
por la declinación y el despoblamiento de las zonas rurales. Pese a su
variedad de orígenes, ocupaciones y motivos, esa enorme masa coincidía
en dos quejas.
Una era contra el centralismo del Estado británico,
siempre más preocupado de las ciudades populosas que de los pueblos y el
campo (una queja compartida por las provincias de medio mundo). La
segunda queja principal era contra la Unión Europea y sus políticas.
Esas quejas habían logrado el milagro de unir en el resentimiento a la
derecha y la izquierda tradicionales.
Los agricultores ingleses
empobrecidos marchaban con los obreros jubilados y arrinconados en las
provincias. Hasta se habían sumado a ellos los viejos inmigrantes de la
Commonwealth, que ahora se veían amenazados por nuevos inmigrantes
europeos dispuestos a trabajar por menos dinero.
Áreas de resentimiento y miedo al futuro. ¡Si uno fuera adivino habría podido ver cómo el brexit
se incubaba en esa marcha de hace quince años! Pero no soy adivino.
Entonces, lo que capturó mi atención fueron los zorros. Uno de los
rasgos más excéntricos de aquella protesta fue que varios de sus
protagonistas decidieran desfilar disfrazados de zorros.
Pretender que
los propios zorros protestaran contra la ley que prohibía que los
cazaran me pareció un rasgo de humor negro, típicamente británico.
Ahora, tras el referendo que decidió el Brexit, esos disfraces
de zorros me parecen simbólicos.
Aquella no era una multitud de
cazadores, sino de perdedores. La inmensa mayoría no tenía caballos que
montar, ni siquiera perros de presa. Más bien, ellos se sentían como las
presas, los zorros perseguidos y acorralados por la jauría de la
globalización.
El Brexit no es una salida, es una huida. Y no es solo una
huida de Europa. Se trata de una fuga del mundo moderno que, con su
creciente integración, multiplica los desafíos y la consiguiente
angustia. Por desgracia para quienes huyen, sabemos bien el resultado de
estas cacerías globales: los sabuesos siempre acaban por alcanzar al
zorro." (Carlos Franz, El País, 31/07/16)
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